Los cubanos que asistieron al nacimiento de la Revolución de 1959 tienen una imagen común y, al mismo tiempo, individualizada de Ernesto Che Guevara, una imagen perdurable.
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Más allá de su leyenda de guerrillero temerario en el llano y las montañas, lo primero que los impresionó -al verlo en carne y hueso-, fue la profundidad de su mirada, su rostro austero, su voz diáfana y precisa, de leve acento argentino.
Desde los albores de 1959, Guevara devino una de las figuras del santuario popular, alguien familiar, cercano, un latido entrañable de la vida que recién comenzaba.
Los de esa época lo recuerdan cuando entró en La Habana con humildad, como si su hazaña del asalto al tren blindado en la ciudad de Santa Clara -que precipitó el derrumbe del régimen de Fulgencio Batista- no hubiera sido una de las páginas más heroicas de la historia cubana.
El descarrilamiento y toma del convoy fue una acción temeraria que hizo trizas el último intento desesperado de Batista cuando ya tenía la batalla perdida.
En el acontecer del día a día brilló el Che con su inteligencia afilada, su agudo sentido crítico, su sonrisa radiante, su sensibilidad, su lealtad sin mácula al líder y el país que adoptó como suyo.
Son muchos los cubanos que guardan con celo un recuerdo propio, alguna vivencia compartida, alguna remembranza que el tiempo no desvanece.
Como la de Suzy Mena, de 45 años, quien lo vio por primera vez cuando tenía tres, con su boina negra y la estrella rutilante en el centro. La imagen la ha acompañado desde entonces.
El Che llegó a la pequeña tienda de víveres propiedad su madre en la loma de Varela, en la playa de Herradura, perteneciente a la zona Mariel-Cabañas, entonces territorio de la antigua provincia de Pinar del Río.
Fue dos veces, recuerda. La primera vez llegó solo, manejando un viejo jeep descapotado, sin los cristales delanteros, vestido con un traje verde olivo de campaña. La segunda vez lo acompañaba un pequeño grupo. Los detalles se los oyó contar una y otra vez a sus familiares.
Poco después Guevara emprendería el largo recorrido, de incógnito, que concluiría en Bolivia.
Otra que lo recuerda es Alicia García Azuna, de 75 años. Transcurían los tiempos difíciles de la crisis de octubre de 1962. Ella era militar y estaba acampada en la zona de Los Portales, en Pinar del Río.
Había mal tiempo -rememora para Prensa Latina-, yo era asmática y estaba bajo los efectos de una crisis. De pronto, el Che se detuvo a mi lado y me ofreció su inhalador. Pero usted es asmático también, le dije. Me respondió: No te preocupes por mi, después veremos.
Poco más tarde, se enteró, accidentalmente, que el Che sufría uno de sus más violentos ataques de asma.
Aun está fresca -como una herida recién abierta-, en todos los que compartieron aquellos inolvidables años 60, la noticia de su asesinato el 9 de octubre en La Higuera tras ser hecho prisionero herido un día antes en la Quebrada del Yuro.
La noticia llegó envuelta en el rumor monótono de los teletipos, a bordo de un despacho escueto, una línea de dolorosa elocuencia transmitida por una sola agencia cablegráfica: "el Che murió, según la más alta fuente presidencial".
Primero fue el dolor y la negativa a admitirlo, las horas negras, hasta confirmar la noticia, que cobró luego una certeza absoluta en la voz emocionada de Fidel Castro.
Todavía puede sentirse el silencio espeso de la multitud congregada en la Plaza de la Revolución, en La Habana. Un silencio sobrecogedor, inédito, ajeno a un lugar de vítores y clamores populares.
La voz de Fidel leyendo su carta de despedida. La voz, sonora y rotunda del poeta Nicolás Guillén llamándolo Che comandante, amigo/ no porque hayas caído tu luz es menos alta/ un caballo de fuego sostiene tu escultura guerrillera (...) / Salud, Guevara.
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